Malos humores

Aquel árbol sabio veía la sombra de los humanos. Era la sombra de los humores lo que percibía vaya a saber porque conjuro.
Cuando pasaban las viejas chusmas del barrio podía verlas contentas. Su humo era clarito y fuerte cuando hablaban de la Chemi Arriola, la vecinita, que al parecer y según ellas, tenía un par de amantes casados.
Cuando pasaban los Arriola, podía entender porque siempre discutían, sus humos eran negros, oscuros y contaminantes.
Sabía entender los malos humores y las buenas rachas de alegrías. Veía humos encendidos por rabia, también incendiarios cuando contagiaban el buen humor.
Encontraba aquel árbol vivo y sabio por los años los secretos de los hombres. Veía a los tímidos con unos humos pequeños y apenas viscosos o cuando pasaban dos hombres charlando con fatuos humos exagerando su discurso y hablando de más. Podía ver como algunos pequeños humos se escondían en oleadas humaredas de alegría. Aquel árbol se imaginaba que había personas que esconden su verdadero humor y no lo muestran por nada del mundo. Pero aquel árbol veía todo, sabía la historia de cada uno de los hombres de su barrio y de los que pasaban por su vereda por casualidad.
Era un pino. Alto y ya de unos cuarenta años. Estaba cerca del hipódromo de la ciudad, en un suburbio, si bien poco concurrido, pero en una calle donde era paso para otros lugares.
Por ahí se iba al barrio Pizarro donde estaban los malandras y sabandijas más conocidos como los “cacos del sur”.
Cuando pasaban cerca del árbol su humo negro hollín manchaba la costra de su tronco. Pero aquel árbol podía verse a si mismo y a todos los demás como se mezclan los humos de los humores en las personas y en las paredes de las casas, en los autos, y en la costra de sus otros pinos amigos de la zona.
Veía como de un auto nuevo se abría la puerta y un humo intenso, fuerte y voluminoso salía a raudales llegando hasta la esquina, mientras estacionaba en la mitad de la cuadra.
Pero nunca pudo decirlo ni compartirlo con nadie, es sabido que los árboles no hablan.
Los árboles son observadores, eternos para el entendimiento humano, y frágiles para la sierra de los leñadores. Son firmes, pacientes y tranquilos. Este árbol nunca develó su secreto pero si hubo una descendencia que siguió sus pasos. Cada semilla que elaboró desde sus ramas y cada árbol que nació de aquellas semillas tenían la misma capacidad de observar el humo de los humores de las personas.
Cerca de Octubre, pero del año pasado, a un arquitecto le ofrecieron diseñar un conjunto de edificios en el barrio de aquel árbol virtuoso. En los meses siguientes el arquitecto visitó muchas veces el lugar y aquel árbol entendió que pronto iba a desaparecer.
Cuando lo derribaron las máquinas Caterpiller se lo tomó con su habitual humor.
Aquel árbol desapareció con tantos secretos, pero ni siquiera se quejó. Sólo se sintió un crujido que provenía de la parte del tronco cuando se acomodaba para caer.
Ahí quedo el tronco, mientras construían tantos edificios. Le cortaron las ramas y quedó la parte más pesada, la base del tronco, que no la pudieron mover por un tiempo. Sin embargo el árbol ya no veía bien, se secaba y además estaba tirado, horizontal e incomodo. Estaba agonizando, no tenía ramas. Su tronco estaba podado y no tenía raíces.
Unos niños pasaban por ahí y se sentaron en el árbol cansados de tanto jugar a la pelota. Como ya no veía no se fijó en aquellos chicos pero sintió una nueva sensación.
Sintió la inocencia de aquellos niños transpirados. Gritaban todavía por la agitación que les ocasionaba haber jugado toda la tarde al fútbol y emanaban desde su cuerpo aquella sensación que el árbol recibía.
Sentía gracia, alegría y verdadera felicidad. Pero imaginó que era porque se estaba muriendo. Murió sin saberlo, y nosotros tampoco. Porque como sabemos, los árboles no hablan.

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